lunes, 5 de diciembre de 2011

Un fin de semana italiano

- Cri, cri, cri, cri, cri…

- Grrrrr, grrrrr, grrrrr….
- Bssss, bsssss, bsssss
- Zas, zas, zas.

- ¡Malditos mosquitos! Están por todas partes. ¿Y que cojones pasa con esas chicharras? ¿Es que no se van a callar nunca? Son las 5 de la mañana y ya están otra vez jodiendo. Y vaya par de roncadores que tengo por compañía, ahora lo hacen en estereo. Y para colmo debe de haber como 40 grados en este condenado cuchitril. ¡¡Aquí no hay quien duerma!!

     Era la segunda noche consecutiva en la que David no conseguía pegar ojo. Se incorporó en su estrecha litera y sin demasiado cuidado bajó de ella, total, a esos dos no era fácil despertarlos. Decidió que era un buen momento para darse una ducha, al menos eso mitigaría un poco el calor infernal y seguro que también aliviaría algo las cientos de picaduras que se repartían por su piel. No por primera vez, ni tampoco por última, se preguntó porque demonios no habría comprado un repelente. Diez minutos después salía del baño, dejándolo completamente inundado, pues parece ser que a los “espaguetis” estos no les gusta poner platos de ducha y claro, el agua acaba por todas partes. El sueño había desaparecido, sin embargo, el cansancio, acumulado tras varias noches casi sin dormir, se había apoderado de su cuerpo y parecía no querer soltarlo. Así que pensó, que salir a dar una vuelta, le vendría bien, pero cual fue su sorpresa, cuando al abrir la puerta, el sol le dejó completamente ciego. No podía ser normal, eran las 5 de la mañana, y por la posición de éste, hacía ya un rato que había amanecido. Definitivamente, estos italianos estaban como cabras. Minutos mas tarde volvía a la cama, se tapaba hasta el cuello con la sabana, prefería sudar como un cerdo que morir acribillado por esos malditos insectos asesinos, y se quedaba dormido.

     Pocas horas después, el calor y el ruido de mis queridos compañeros roncadores al levantarse me despertaron. Después de narrarles mi pequeña aventura nocturna y de advertirles que la próxima vez les metería un par de calcetines usados en la boca, nos fuimos a la playa.

     Un ejército de sombrillas y tumbonas abarrotaban las playas que habrían de ser bonitas de no ser por semejante atrocidad turística. Conseguimos encontrar un pequeño hueco a escasos dos metros de la orilla. A nuestro alrededor se amontonaban italianos sudorosos, ingleses achicharrándose a fuego lento, alemanes rojizos en permanente estado de embriaguez y un sin fin de especimenes que acuden a las playas en verano, tratando de dejar atrás, por unos días al menos, sus cotidianas y probablemente aburridas vidas. Un baño refrescante y un rato de sol hizo que la tormentosa noche quedase olvidada y un hambre atroz empezase a adueñarse de mi estomago. Pero claro, como de costumbre, uno de mis compañeros había entrado en “modo de combate” y podía pasarse sin comer todo el día. Así que, mientras discutíamos si comíamos o no, el viento empezó a apoderarse de la costa y de pronto una sombrilla pasó volando a escasos metros de donde nos encontrábamos. En poco mas de cinco minutos, la tranquilidad que gobernaba sobre la playa, se tornó en un vendaval, en el que volaban sombrillas, colchonetas de plástico y balsas de poco peso se perdían mar adentro y los carros de los vendedores ambulantes eran empujados por la playa, y no por sus dueños precisamente, quienes corrían tras ellos tratando de ponerles freno. Al final decidimos que habíamos perdido la batalla y que era momento de retirarse.

     Un par de horas mas tarde, nos encontrábamos paseando por lo que se suponía que había de ser un bonito pueblo pesquero de la costa italiana, sin embargo, por mas que me esforzaba, y mira que ponía todo de mi parte, no conseguía verle ni un gramo de belleza a aquel paisaje desolador, en el que el calor te iba consumiendo poco a poco. Algo se nos estaba escapando, ya que no solo los libros, sino también un par de tipos del hotel nos habían dicho que merecía la pena acercarse, así que decidimos darle una segunda oportunidad y seguimos caminando en busca de un rayo que iluminase nuestra visión, o de un bar que saciase nuestra sed. Y mira por donde, que tras un par de calles y unas cuantas escaleras, nos dimos de bruces con ello. Un callejón estrecho, fresco y bonito que conducía a una terracita en la que nos tomamos el mejor granizado de limón de nuestras vidas, o al menos eso me pareció a mi, la verdad es que estaba muy bueno, pero el estado de deshidratación en el que nos encontrábamos también pudo tener algo que ver. Aunque claro, el inconformista, innovador, y hasta diría algo bohemio Alfredo dijo que no, que limón no, que el quería probar una cosa que se llamaba “Orciata”. Y la “orciata” no le gustó, así que decidió probar con un granizado de “arancia”, el cual corrió la misma suerte. Total que el bueno de Ángel se acabó bebiendo los experimentos de Alfredo y éste se ventiló el granizado de limón de Ángel.

     Al final, resultó que el pueblo merecía la pena y tras una mítica comida, casi como todas las que nos dimos esos días, nos fuimos a pasar la tarde a una playa realmente bonita, solo que también una horda de sombrillas y tumbonas amenazaban con no dejarnos un solo sitio libre. Y allí, rodeados de galones y galones de agua, montañas de rocas, tumbonas y sombrillas, alguna que otra belleza italiana un poco ligera de ropa y mucha, pero que mucha arena, tuvo lugar la partida de petanca más legendaria de todos los tiempos, yo perdí y Alfredo ganó, no hay más que decir.

     Embriagados de mar, sol y tías buenas, regresamos a nuestro campamento base, un curioso camping, en le que no había tiendas de campaña, pero si unos pequeños bungalows, rodeados por un mar de pinos y una serie de divertimentos que inducían al descanso y armonía: una piscinita rodeada de tumbonas, con un chiringuito en uno de sus extremos y una maravillosa vista sobre la península del Gargano, un gimnasio al aire libre para los amantes del cuerpo, el cual ni pisamos por supuesto, un restaurante y un calor de mil demonios, así como una horda de chicharras que solo callaban cuando el sol se ocultaba por el horizonte.

     A la mañana siguiente, tras una, por fin, reparadora noche, nos dispusimos a retornar a Salerno, punto de partida de nuestro viaje. Las playas de la península del Gargano nos habían encantado, pero echábamos de menos las maravillosas, inigualables, espléndidas y exquisitas pelotas de “mozzarela di búfala”.

     Lo gracioso de vivir en un país alargado como Italia, es que para cruzarlo de costa a costa, no se requiere de mucho tiempo, en apenas tres horas puedes pasar de estar bañándote en el Mar Tirreno, a darte un chapuzón en el Adriático. Sin embargo, a nosotros nos costó el doble. Hay cosas que no cambian entre fronteras y una de ellas son los atascos de los Domingos por la tarde. No se el tiempo que nos tiramos parados y para colmo de males, dentro de un túnel de no se cuantos kilómetros de longitud, menos mal que yo me tire buena parte del mismo echando una cabezadita. Pero claro, como es bien sabido, no todas las desgracias ocurren solas y cuando apenas nos quedaba media hora para llegar a Salerno, petamos el coche, a tomar por culo el sistema eléctrico, eso si, algo de suerte tuvimos y es que a sesenta por hora, pero al menos pudimos llegar a casa, porque imagínense, quedarse tirado en mitad de una autopista, de noche y sin puñetera idea de italiano para pedir ayuda.

     Y aquí termina esta pequeña crónica de nuestro fin de semana en la península del Gargano, situada en la costa este de Italia, bañada por el mar Adriático, a escasos kilómetros de la tierra de la musaca y los sirtakis.

Reencuentros

Largos años habían transcurrido desde la última vez que pasease por aquellos parajes de juventud. Ahora, con el peso de todo lo que había sucedido en los últimos tiempos sobre sus cansadas espaldas, recordaba momentos mejores, correteando por aquellos paramos, inocente a lo que estaba por venir.




A medida que sus pasos le iban conduciendo por los caminos tantas veces recorridos, pequeños retazos de antiguas andanzas le venían a la mente, las praderas donde jugaba con aquella ajada pelota que nunca parecía envejecer, el cementerio que por la noche se convertía en protagonista de misteriosas historias, que ponían los pelos de punta y hacían las veces de juez imparcial de tu hombría ante aquellas chicas, que ya por entonces embotaban la razón, aquel banco a las afueras del pueblo donde saboreó por primera vez las mieles de los labios de una mujer. Pero ahora todo aquello, que en su día era el centro de su existencia, carecía ya de importancia, la perspectiva había cambiado, ya no lo veía todo desde apenas un metro del suelo.



Sin embargo y a pesar de todo, era agradable volver a pasear bajo la sombra de los álamos que un día flanqueaban el otrora caudaloso río, ahora ya medio seco. Respirar ese aire limpio y permitir que el fresco olor a hierba húmeda embriague tus sentidos. Tumbarse en el suelo, cerrar los ojos al presente y escuchar la música de los árboles, que al mecerse con la suave brisa del atardecer, tararean una relajante melodía, mientras las sombras se alargan hasta el infinito y el transcurrir del tiempo carece de importancia. Volver a recordar cuando volvías a casa con la luz de los últimos rayos de sol, exhausto pero radiante, para degustar los exquisitos platos típicos del pueblo, aquellos que tu abuela preparaba con todo el cariño del mundo y que tú devorabas en cuestión de segundos, para volver a salir corriendo a jugar con tus amigos. Aquellas largas noches, en las que bajo el cielo estrellado, tratabas de impresionar con tu enorme acerbo sobre la vida a todas aquellas chicas, que embelesadas, seguían el hilo de tus absurdas divagaciones, y que a veces caían en tus redes y entonces, volvías a casa con el despuntar del alba y una sonrisa de oreja a oreja que te duraba al menos una semana.



Cómo te gustaba despertar cada mañana con el aroma del desayuno ya servido sobre la mesa. La casa completamente a oscuras, ocultando el abrasador calor tras sus muros, era como un oasis de frescor en medio del árido desierto en el que se convertía el pueblo durante las horas diurnas. A la espera del atardecer, te relajabas con un buen libro en el sofá, y oías a tu abuela como preparaba la comida mientras escuchaba la radio y tarareaba aquellas tonadillas veraniegas. Y como olvidar aquellas magníficas sobremesas, tumbado en el sofá, viendo como unos individuos se dejaban la vida sobre una bicicleta mientras luchabas por no caer víctima del sueño, que al final terminaba por vencerte y rendido te sumergías en una reparadora siesta.



Que tiempos aquellos que ya nunca volverán, pero que dulce es poder añorarlos y poder mantenerlos en tu memoria, para recordarte, que la vida es mucho mas que un puñado de problemas.