viernes, 15 de marzo de 2013

La tormenta

Las olas rompían furiosas contra la muralla de antaño inmaculado granito, ahora ya erosionada por cientos, miles de años de enconada lucha. La espuma salpicaba por encima de los altos acantilados que separaban la tierra del mar. La tormenta descargaba toda su rabia sobre la oscuridad de la noche. Un lejano faro se erguía imponente ante la brutalidad de la mar, alertando a los intrépidos navegantes, mudo testigo de infinitos naufragios. La tenue luz que emitía apenas lograba imponerse a la negrura que se había apoderado del mundo. El viento azotaba sin piedad muros y árboles, nada ni nadie podía impedir que corriera veloz por donde quisiera, que se deslizara entre los diminutos agujeros de las rocas, que arrollara con lo que se le pusiera por delante. Los rayos iluminaban fugazmente la devastación de la tormenta, caían por doquier, algunos morían en el intento, otros lo fulminaban todo allí donde caían, los ensordecedores truenos gritaban toda la rabia que llevaban acumulada. El caos era total, y sin embargo, sobre lo más alto de la muralla, empapado de pies a cabeza, una figura se iluminaba intermitentemente al son de los relámpagos. Inmóvil, ajena a los elementos que le rodeaban, con la mirada fija en el infinito, sobre los millones de metros cúbicos de agua salada que luchaba por romper el dique que la esclavizaba. Un aura de locura le rodeaba, nadie podría hacer frente a semejante tempestad y sin embargo, el permanecía en pie, impasible. De pronto, un ensordecedor trueno hizo temblar la roca, y entonces reaccionó, echando la cabeza hacia atrás, gritó, gritó con todas las fuerzas que le restaban, descargó toda la rabia acumulada, desesperanza, frustración, tristeza, pena y cuando el último gramo de energía abandonó su cuerpo, cayo de rodillas y lloró, las lagrimas corrían por su rostro, derramando los últimos vestigios de unas ilusiones que ya nunca serían. La tormenta había llegado a su culmen y en ese momento, un rayo descendió sobre el lugar en el que se encontraba. La explosión fue brutal. Todo a su alrededor era muerte y destrucción. La devastación era absoluta.




Tras unos segundos de impás, una figura surgió de la nada, estaba desnuda y saltando al suelo corrió, corrió más rápido que el viento, su grito eclipsó el sonido del trueno y el brillo de la luz en sus ojos rivalizaba con la intensidad del rayo. Atrás había muerto el pasado.

domingo, 22 de abril de 2012

Solo un instante


El día amaneció como otro cualquiera, el despertador retumbaba en mis oídos, pero la pereza y la apatía no me dejaban levantar. En el horizonte se avistaba un día  más, sólo que delante tenía una boda a la que acudir, otra mas, una de tantas. Que poco me gustaban las bodas, quizás porque esos días reflejaran el fracaso de mi vida en ese aspecto, aquel que todo ser humano anhela algún día poder satisfacer. ¿Cómo iba a saber yo en ese momento que la conocería?  Bueno, en el fondo ya la conocía, pero era una chica mas, una de tantas que habían pasado por mi vida sin pena ni gloria. Sin embargo allí estaba ella, resplandeciente, preciosa, su sonrisa radiante eclipso mi mirada en el preciso instante en el que posé mis ojos en ella, pero no fue sino la alegría que irradiaba  lo que hizo que mi ser se convulsionara. Las sombras se escondían a su paso y las miradas se retorcían al son de su caminar. Yo estaba embelesado, confundido, ¿Cómo era posible que hasta ese momento semejante belleza hubiese pasado desapercibida para mí? No lo se, pero a partir de ahí, todo cambió. Los versos peleaban por salir de mi pluma para cantarle al mundo su hermosura, pero no había palabras suficientes para describirla, intentarlo habría sido como intentar eclipsar el sol, fútil, vano, nada ni nadie hubiese podido hacerla justicia. Y mientras ella se desenvolvía con la soltura de una ninfa en el bosque, danzaba para mis ojos, cantaba solo para mis oídos, y yo ahí pasmado, como un alfeñique, sin atreverme a acercarme a ella, apenas a mirarla fugazmente, temeroso de romper el hechizo que en ese momento me envolvía. No podía hacer otra cosa mas que contemplarla, dejar que mi mirada se perdiera en la profundidad de sus ojos, beber de la esperanza de un día poder abrazarla, que digo abrazarla, si solo pudiera rozar su precioso pelo con mis torpes manos, sería el ser mas feliz del universo. Solo pensar que sus pensamientos pudieran ser para mi, aceleraba el latido de mi corazón y mi imaginación volaba, lejos, allá donde nadie pudiera alcanzarnos. Fue un lapso de tiempo apenas apreciable, un suspiro, un segundo en el devenir de toda una vida, sin embargo, lo atrapé con mi mano y no quise soltarlo, quise que durase eternamente, empaparme de él y recodarlo el resto de mis días. 

domingo, 1 de abril de 2012

La última noche

La noche oscura, sin luna, y las estrellas cubiertas por un manto de nubes, presagiaban una noche mas, una de tantas. Cuando atravesó la puerta del local, la música inundó sus oídos, sin embargo, el corazón no sintió ese conocido cosquilleo, el ya sabía que ella no estaba allí.

A kilómetros de distancia, en otro lugar, en otro ambiente totalmente diferente, ella pensaba en él, sin embargo, su sitio no estaba con él, el mundo le había deparado otro destino, ¿Sería realmente el suyo? No lo sabía, solo sabía que por mas que quisiera estar con él, la distancia que los separaba parecía insalvable. Ensimismada en sus pensamientos, todo lo que en ese momento la rodeaba era totalmente ajeno a ella, la música que la otra noche anego sus sentidos seguía sonando en sus oídos y ella bailaba, bailaba en sus recuerdos, repetía una y otra vez los pasos que durante aquellos breves instantes bastaron para inundarla de felicidad. Lo que no sabía, es que justo en ese momento, en la distancia que los separaba, sonaba esa misma canción y él también bailaba sumido en los recuerdos.

Cuando la canción llego a su fin, la realidad volvió a su ser y supo que jamás podría volver a mirar esos ojos sin tenerla entre sus brazos, años pasados de sufrimiento volvieron a su mente, ese camino había quedado atrás y no quería volver a recorrerlo. Sabía lo que tenía que hacer, otra cosa bien distinta es que tuviera fuerzas para llevarlo acabo.

Ella siguió bailando durante un rato más, la canción estaba en su interior y no tenía porque terminar nunca, sin embargo, la magia fue rota bruscamente por la cruda realidad, él no estaba allí y no podía ir a buscarla, a rescatarla. Y abandonando toda esperanza retorno al lugar al que pertenecía, cerrando la puerta que iluminaba su maltrecho corazón. Aceptando su destino con resignación.

La noche ya tocaba a su fin, el alcohol que corría por sus venas embotaba sus sentidos y el dolor se hacía un poco más soportable, sin embargo sabía que el despertar iba devolverle a la cruda realidad, pero en ese momento no le preocupó, ya habría tiempo para ello después. Recogió su abrigo y dirigió sus pasos hacia la salida, cuando el frío de la noche golpeó su rostro, le despertó de su letargo devolviéndole bruscamente a su crudo destino, sin embargo, el dolor poco a poco se fue mitigando. Las heridas que en el pasado tardaban meses en cicatrizar, ahora lo hacían con mayor rapidez. Una cosa le había enseñado la vida y es que con el tiempo, todo se vuelve mas relativo y las cosas, poco a poco, se aprenden a valorar en su justa medida. Continuó caminado con la mirada ausente y sin rumbo fijo, mientras, a su manera, se despedía de ella.

jueves, 16 de febrero de 2012

LA EXTRAÑA PAREJA

              La lluvia caía intensamente, golpeando el suelo con la monotonía de un típico día de otoño, un joven caminaba ensimismado en sus pensamientos. Nada cubría su cabeza, por el aspecto de su cabello, debía llevar varias horas caminando, pues estaba completamente empapado. No llevaba abrigo, únicamente una fina chaqueta lo resguardaba de la persistente lluvia. Unos ajados zapatos de cuero marrones, que habían visto épocas mejores, cubrían sus ahora mojados pies. Con las manos en los bolsillos y la mirada enfocando el suelo, iba sorteando los charcos del camino, sin mucho acierto, ni demasiado interés por tenerlo.

               De sus enrojecidos ojos caían lágrimas, sin embargo, nadie se hubiese dado cuenta de ello si se hubiesen cruzado con el, la lluvia borraba cualquier rastro. Si alguien se hubiese detenido a hablar con él, habría visto el dolor en su mirada, la desesperanza se reflejaba en ella como las luces de las farolas sobre los charcos que inundaban su camino. Un vacío desolador llenaba su corazón, roto en mil pedazos, victima de innumerables fracasos y cientos de dolorosas puñaladas. Se sentía derrotado, incapaz de dar un paso más, la nada se mostraba frente a él. Únicamente movido por la inercia del día a día, era capaz de seguir viviendo, no encontraba motivaciones, la alegría hacía tiempo había abandonado su espíritu, para nunca volver él creía.

             Día tras día solía hacer el mismo camino, paseaba durante horas, ya hiciese sol, ya diluviase, nada de eso tenía ahora importancia. Durante años había estado haciendo ese mismo recorrido, sin embargo, desde hacía un tiempo lo hacía en solitario. Ella ya no le acompañaba en su viaje. Había partido meses atrás, para nunca más regresar.

             A pocos metros de él, una mujer se encontraba sentada en un banco, tampoco llevaba abrigo ni paraguas alguno, no estaba haciendo nada, la mirada, perdida en el infinito, le proporcionaba un aura de locura, el movimiento incesante de sus labios lo corroboraba. De vez en cuando, un pequeño movimiento de su mano derecha rompía la monotonía del momento. Sin embargo, eso no era lo más extraño de la situación. Frente a ella, una pequeña mesa plegable de jardín se encontraba perfectamente preparada para comer, con sus dos platos, sus dos tenedores y cuchillos, dos esbeltas copas de vino y la botella, por su aspecto, de vino tinto. Unas servilletas finamente bordadas flanqueaban los platos, todo parecía ideal, salvo por el pequeño detalle de que estaba todo completamente empapado por la lluvia, y el supuesto acompañante no aparecía en la foto.

              La situación, curiosa cuanto menos, llamó su atención, rompió la monotonía en que se había convertido su vida, por una fracción de segundo, los pensamientos que consumían su mente fueron relegados a un segundo plano y la curiosidad ganó la batalla. Desviándose de su ruta habitual, encaminó sus pasos hacía la mujer. Cuando llegó a su lado, ésta parecía que no se había percatado de su presencia, permanecía con la mirada perdida y un casi inaudible murmullo brotaba de sus labios.

- Hola, ¿Espera a alguien? – preguntó.

             No hubo respuesta, ni siquiera un ligero desvío de su mirada. Esta vez, se puso frente a ella, en el extremo opuesto de la mesa y volvió a repetir la misma pregunta, sin embargo, la reacción fue la misma, era como si su presencia no interrumpiera la trayectoria de su mirada. De pronto, una idea le vino a la cabeza, en un principio le pareció un poco absurda, sin embargo, la situación no lo era menos. Así que sin pensarlo otra vez, se sentó junto a ella y frente al plato vacío. Ahora sí que hubo reacción.

 -  Llegas tarde Javier, llevo una hora esperándote, ¿Dónde has estado? – preguntó ella con naturalidad propia de una pareja que lleva años compartiendo la vida.

         La pregunta le había cogido por sorpresa, no sabía que hacer, si le respondía y le seguía el juego, ¿Hasta donde podría llegar luego? Pero, si le decía la verdad, corría el riesgo de volver a perder la atención de la joven.

- Perdona cariño, me entretuve más de la cuenta en el trabajo.-
- No te preocupes mi amor. Anda, vamos a comer que se enfría la comida.-

             De una bolsa térmica sacó un recipiente lleno de comida, lo abrió y lo sirvió en ambos platos: una triste sopa fría. Abrió el vino y sirvió una generosa cantidad en su  copa, en la suya apenas puso unas gotas.

- Hoy haré una excepción y tomare un poco de vino, al fin y al cabo no en muchas ocasiones se celebra un día tan especial.- dijo la joven mientras le miraba y sonreía.
Brindemos.- dijo él cogiendo la copa y mirando a la joven a los ojos.

           En ese momento, algo se rompió en la mirada de la chica, la copa se deslizó por la mano que la sostenía y fue a parar al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Rompió a llorar. Él se quedó petrificado, no sabía como reaccionar, pensó en salir corriendo, avergonzado por lo que había hecho, luego se dio cuenta que la joven necesitaba ayuda, no podía dejarla así, el también la necesitaba.

           En un impulso, nacido quizás de de los años pasados con Raquel, extendió los brazos y abrazó a la joven, mientras la acunaba, siseándola palabras de tranquilidad al oído. Poco a poco se fue calmando, dejó de llorar, sin embargo, no se deshizo del abrazo, él tampoco la soltó, no estaba seguro de quien de los dos lo necesitaba más.

            Transcurrieron más de cinco minutos en los que el único sonido era el de la lluvia al golpear sobre los dos cuerpos abrazados, y el único movimiento corría a cargo de las gotas de lluvia al deslizarse sobre ellos. Cualquier persona que hubiese pasado por allí, los habría tomado por una pareja de enamorados que disfrutaba de un momento único, o bien por un par de locos.

              Al final fue ella la que se separó, la mirada de locura había desaparecido de sus ojos, dejando paso a una profunda amargura junto con una sombra de vergüenza.

- Lo siento, te confundí con otra persona.-
- No te preocupes, a todos nos puede pasar alguna vez. En cierto modo, yo también te confundí con otra.-
- Parece que los dos tenemos algo en común.- dijo ella con una ligera sonrisa.
- Yo creo que tenemos algo más en común, parece que a los dos nos gusta mojarnos.- respondió devolviéndole la sonrisa.

              Los dos se echaron a reír, hacía meses que no lo hacían, estuvieron así un rato, disfrutando de esos breves segundos de alegría que les brindaba el momento. Pasado el efecto terapéutico de la risa, ambos volvieron a sus respectivas vidas, tristes y amargadas. Sin embargo, ninguno se movió de su asiento, algo había cambiado, se sentían un poquito menos infelices, quizás, porque al menos, compartían algo, su tristeza, y hacía mucho tiempo que la palabra compartir había desaparecido de sus vidas.

- ¿Quieres dar un paseo? – preguntó él.
- Vale, ¿Qué hago con todo esto? – dijo ella señalando la mesa todavía preparada y con la aguada comida en los platos.
- ¡Qué más da!, déjala, luego venimos a por ella, no creo que nadie se la quiera llevar. –

          Ambos se levantaron y aún bajo la lluvia, ahora algo menos intensa, continuaron el camino que la curiosidad había interrumpido, alejándose de la mesa y su comida, alejándose quizás de su pasado, abriendo una puerta al futuro. Caminaban ensimismados, cada uno en la soledad de sus pensamientos, sin embargo, ya no lo hacían solos. La mirada ya no se dirigía al suelo, tampoco se perdía en el infinito, de vez en cuando se cruzaban alguna entre ellos. No lo sabían, pero los pensamientos de ambos confluían en un mismo punto, que curioso el futuro, nunca sabes cuándo, en la inmensidad del océano, en aquellos momentos en los que se te agostan las fuerzas y la oscuridad te ahoga, una rama va a aparecer de la nada para sacarte a flote de nuevo.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Un fin de semana italiano

- Cri, cri, cri, cri, cri…

- Grrrrr, grrrrr, grrrrr….
- Bssss, bsssss, bsssss
- Zas, zas, zas.

- ¡Malditos mosquitos! Están por todas partes. ¿Y que cojones pasa con esas chicharras? ¿Es que no se van a callar nunca? Son las 5 de la mañana y ya están otra vez jodiendo. Y vaya par de roncadores que tengo por compañía, ahora lo hacen en estereo. Y para colmo debe de haber como 40 grados en este condenado cuchitril. ¡¡Aquí no hay quien duerma!!

     Era la segunda noche consecutiva en la que David no conseguía pegar ojo. Se incorporó en su estrecha litera y sin demasiado cuidado bajó de ella, total, a esos dos no era fácil despertarlos. Decidió que era un buen momento para darse una ducha, al menos eso mitigaría un poco el calor infernal y seguro que también aliviaría algo las cientos de picaduras que se repartían por su piel. No por primera vez, ni tampoco por última, se preguntó porque demonios no habría comprado un repelente. Diez minutos después salía del baño, dejándolo completamente inundado, pues parece ser que a los “espaguetis” estos no les gusta poner platos de ducha y claro, el agua acaba por todas partes. El sueño había desaparecido, sin embargo, el cansancio, acumulado tras varias noches casi sin dormir, se había apoderado de su cuerpo y parecía no querer soltarlo. Así que pensó, que salir a dar una vuelta, le vendría bien, pero cual fue su sorpresa, cuando al abrir la puerta, el sol le dejó completamente ciego. No podía ser normal, eran las 5 de la mañana, y por la posición de éste, hacía ya un rato que había amanecido. Definitivamente, estos italianos estaban como cabras. Minutos mas tarde volvía a la cama, se tapaba hasta el cuello con la sabana, prefería sudar como un cerdo que morir acribillado por esos malditos insectos asesinos, y se quedaba dormido.

     Pocas horas después, el calor y el ruido de mis queridos compañeros roncadores al levantarse me despertaron. Después de narrarles mi pequeña aventura nocturna y de advertirles que la próxima vez les metería un par de calcetines usados en la boca, nos fuimos a la playa.

     Un ejército de sombrillas y tumbonas abarrotaban las playas que habrían de ser bonitas de no ser por semejante atrocidad turística. Conseguimos encontrar un pequeño hueco a escasos dos metros de la orilla. A nuestro alrededor se amontonaban italianos sudorosos, ingleses achicharrándose a fuego lento, alemanes rojizos en permanente estado de embriaguez y un sin fin de especimenes que acuden a las playas en verano, tratando de dejar atrás, por unos días al menos, sus cotidianas y probablemente aburridas vidas. Un baño refrescante y un rato de sol hizo que la tormentosa noche quedase olvidada y un hambre atroz empezase a adueñarse de mi estomago. Pero claro, como de costumbre, uno de mis compañeros había entrado en “modo de combate” y podía pasarse sin comer todo el día. Así que, mientras discutíamos si comíamos o no, el viento empezó a apoderarse de la costa y de pronto una sombrilla pasó volando a escasos metros de donde nos encontrábamos. En poco mas de cinco minutos, la tranquilidad que gobernaba sobre la playa, se tornó en un vendaval, en el que volaban sombrillas, colchonetas de plástico y balsas de poco peso se perdían mar adentro y los carros de los vendedores ambulantes eran empujados por la playa, y no por sus dueños precisamente, quienes corrían tras ellos tratando de ponerles freno. Al final decidimos que habíamos perdido la batalla y que era momento de retirarse.

     Un par de horas mas tarde, nos encontrábamos paseando por lo que se suponía que había de ser un bonito pueblo pesquero de la costa italiana, sin embargo, por mas que me esforzaba, y mira que ponía todo de mi parte, no conseguía verle ni un gramo de belleza a aquel paisaje desolador, en el que el calor te iba consumiendo poco a poco. Algo se nos estaba escapando, ya que no solo los libros, sino también un par de tipos del hotel nos habían dicho que merecía la pena acercarse, así que decidimos darle una segunda oportunidad y seguimos caminando en busca de un rayo que iluminase nuestra visión, o de un bar que saciase nuestra sed. Y mira por donde, que tras un par de calles y unas cuantas escaleras, nos dimos de bruces con ello. Un callejón estrecho, fresco y bonito que conducía a una terracita en la que nos tomamos el mejor granizado de limón de nuestras vidas, o al menos eso me pareció a mi, la verdad es que estaba muy bueno, pero el estado de deshidratación en el que nos encontrábamos también pudo tener algo que ver. Aunque claro, el inconformista, innovador, y hasta diría algo bohemio Alfredo dijo que no, que limón no, que el quería probar una cosa que se llamaba “Orciata”. Y la “orciata” no le gustó, así que decidió probar con un granizado de “arancia”, el cual corrió la misma suerte. Total que el bueno de Ángel se acabó bebiendo los experimentos de Alfredo y éste se ventiló el granizado de limón de Ángel.

     Al final, resultó que el pueblo merecía la pena y tras una mítica comida, casi como todas las que nos dimos esos días, nos fuimos a pasar la tarde a una playa realmente bonita, solo que también una horda de sombrillas y tumbonas amenazaban con no dejarnos un solo sitio libre. Y allí, rodeados de galones y galones de agua, montañas de rocas, tumbonas y sombrillas, alguna que otra belleza italiana un poco ligera de ropa y mucha, pero que mucha arena, tuvo lugar la partida de petanca más legendaria de todos los tiempos, yo perdí y Alfredo ganó, no hay más que decir.

     Embriagados de mar, sol y tías buenas, regresamos a nuestro campamento base, un curioso camping, en le que no había tiendas de campaña, pero si unos pequeños bungalows, rodeados por un mar de pinos y una serie de divertimentos que inducían al descanso y armonía: una piscinita rodeada de tumbonas, con un chiringuito en uno de sus extremos y una maravillosa vista sobre la península del Gargano, un gimnasio al aire libre para los amantes del cuerpo, el cual ni pisamos por supuesto, un restaurante y un calor de mil demonios, así como una horda de chicharras que solo callaban cuando el sol se ocultaba por el horizonte.

     A la mañana siguiente, tras una, por fin, reparadora noche, nos dispusimos a retornar a Salerno, punto de partida de nuestro viaje. Las playas de la península del Gargano nos habían encantado, pero echábamos de menos las maravillosas, inigualables, espléndidas y exquisitas pelotas de “mozzarela di búfala”.

     Lo gracioso de vivir en un país alargado como Italia, es que para cruzarlo de costa a costa, no se requiere de mucho tiempo, en apenas tres horas puedes pasar de estar bañándote en el Mar Tirreno, a darte un chapuzón en el Adriático. Sin embargo, a nosotros nos costó el doble. Hay cosas que no cambian entre fronteras y una de ellas son los atascos de los Domingos por la tarde. No se el tiempo que nos tiramos parados y para colmo de males, dentro de un túnel de no se cuantos kilómetros de longitud, menos mal que yo me tire buena parte del mismo echando una cabezadita. Pero claro, como es bien sabido, no todas las desgracias ocurren solas y cuando apenas nos quedaba media hora para llegar a Salerno, petamos el coche, a tomar por culo el sistema eléctrico, eso si, algo de suerte tuvimos y es que a sesenta por hora, pero al menos pudimos llegar a casa, porque imagínense, quedarse tirado en mitad de una autopista, de noche y sin puñetera idea de italiano para pedir ayuda.

     Y aquí termina esta pequeña crónica de nuestro fin de semana en la península del Gargano, situada en la costa este de Italia, bañada por el mar Adriático, a escasos kilómetros de la tierra de la musaca y los sirtakis.

Reencuentros

Largos años habían transcurrido desde la última vez que pasease por aquellos parajes de juventud. Ahora, con el peso de todo lo que había sucedido en los últimos tiempos sobre sus cansadas espaldas, recordaba momentos mejores, correteando por aquellos paramos, inocente a lo que estaba por venir.




A medida que sus pasos le iban conduciendo por los caminos tantas veces recorridos, pequeños retazos de antiguas andanzas le venían a la mente, las praderas donde jugaba con aquella ajada pelota que nunca parecía envejecer, el cementerio que por la noche se convertía en protagonista de misteriosas historias, que ponían los pelos de punta y hacían las veces de juez imparcial de tu hombría ante aquellas chicas, que ya por entonces embotaban la razón, aquel banco a las afueras del pueblo donde saboreó por primera vez las mieles de los labios de una mujer. Pero ahora todo aquello, que en su día era el centro de su existencia, carecía ya de importancia, la perspectiva había cambiado, ya no lo veía todo desde apenas un metro del suelo.



Sin embargo y a pesar de todo, era agradable volver a pasear bajo la sombra de los álamos que un día flanqueaban el otrora caudaloso río, ahora ya medio seco. Respirar ese aire limpio y permitir que el fresco olor a hierba húmeda embriague tus sentidos. Tumbarse en el suelo, cerrar los ojos al presente y escuchar la música de los árboles, que al mecerse con la suave brisa del atardecer, tararean una relajante melodía, mientras las sombras se alargan hasta el infinito y el transcurrir del tiempo carece de importancia. Volver a recordar cuando volvías a casa con la luz de los últimos rayos de sol, exhausto pero radiante, para degustar los exquisitos platos típicos del pueblo, aquellos que tu abuela preparaba con todo el cariño del mundo y que tú devorabas en cuestión de segundos, para volver a salir corriendo a jugar con tus amigos. Aquellas largas noches, en las que bajo el cielo estrellado, tratabas de impresionar con tu enorme acerbo sobre la vida a todas aquellas chicas, que embelesadas, seguían el hilo de tus absurdas divagaciones, y que a veces caían en tus redes y entonces, volvías a casa con el despuntar del alba y una sonrisa de oreja a oreja que te duraba al menos una semana.



Cómo te gustaba despertar cada mañana con el aroma del desayuno ya servido sobre la mesa. La casa completamente a oscuras, ocultando el abrasador calor tras sus muros, era como un oasis de frescor en medio del árido desierto en el que se convertía el pueblo durante las horas diurnas. A la espera del atardecer, te relajabas con un buen libro en el sofá, y oías a tu abuela como preparaba la comida mientras escuchaba la radio y tarareaba aquellas tonadillas veraniegas. Y como olvidar aquellas magníficas sobremesas, tumbado en el sofá, viendo como unos individuos se dejaban la vida sobre una bicicleta mientras luchabas por no caer víctima del sueño, que al final terminaba por vencerte y rendido te sumergías en una reparadora siesta.



Que tiempos aquellos que ya nunca volverán, pero que dulce es poder añorarlos y poder mantenerlos en tu memoria, para recordarte, que la vida es mucho mas que un puñado de problemas.

lunes, 28 de noviembre de 2011

CUANDO LA RAZÓN DEJÓ PASO A LA LOCURA. CAPITULO 1

CAPITULO 1


Eran las 12 de la mañana, diluviaba, sin embargo, nadie corría a refugiarse bajo los frondosos árboles, el silencio, solo roto por las gotas de agua al golpear el embarrado suelo, hacía que la escena pareciese irreal. Tampoco se veían paraguas, apenas unos pocos desperdigados entre la multitud, toda ella vestida de tonos oscuros y apagados. De vez en cuando, un lamento, acompañado de pequeños susurros, rompía el silencio, pero nadie decía nada, nadie se movía de su sitio, no había palabras, ni siquiera el tiempo tenía ya sentido, mientras la caja iba descendiendo poco a poco, hacia la oscuridad eterna, que esperaba con los brazos abiertos. Las gotas de agua golpeaban la madera incesantemente, como si estuvieran despidiéndose, los amigos, los familiares lo hacían cada uno a su manera, en silencio, con la mente volando a épocas pasadas, a momentos memorables de su vida, cuando él todavía estaba con ellos.

Una chica yacía en el suelo, con sus rodillas rozando el borde del agujero por el que seguía bajando el ataúd, las manos, llenas de barro, parecían querer sujetarlo, detener su descenso, como si sólo con eso el pudiese estar otra vez a su lado, acariciándola, besándola,  abrazándola por las noches cuando se levantaba cubierta de fríos sudores tras una de sus horribles pesadillas. Los ojos, hinchados de tanto llorar, ausentes, apenas eran capaces de contemplar la escena que se desarrollaba delante de ellos. Movía los labios incesantemente, pero ningún sonido parecía salir de ellos, a veces, con un ligero movimiento de cabeza parecía como si asintiese, como si estuviese discutiendo con alguien, quizás fuese con él, recordando algún momento del pasado, o quizás, terminando una conversación que quedó incompleta, truncada por una navaja en mitad de la noche.

No lejos de ella, apenas a unos centímetros a su izquierda, una figura permanecía de pie, con el estoico rostro que le caracterizaba, pero sus ojos dejaban ver cuan devastador era el dolor que sentía en esos momentos. Estaba solo, el pelo, empapado, le cubría la frente, en su mano izquierda sujetaba un paraguas, pero estaba cerrado, los nudillos, blancos, denotaban la fuerza con la que lo agarraba, en la mano derecha un libro, pero no uno cualquiera, se lo había regalado su hermano, dedicado especialmente para él, era el primer libro que escribía, ni siquiera lo había publicado, y ahora el escritor ya no estaba, le había abandonado, ni siquiera pudo decirle cuanto había significado para él, ahora descansaría junto a su creador para siempre, acompañándole en su último viaje, guiándole cuando no supiese como continuar al igual que antes le había guiado a él.

Al otro lado de la chica un hombre y una mujer se abrazaban mutuamente, las gotas de lluvia se confundían con las lagrimas que caían de sus enrojecidos ojos, los tacones de ella, hundidos en el barro casi hasta llegar al cuero del zapato, dejaban ver el tiempo que llevaba sin moverse. Unos padres no deberían presenciar nunca el funeral de sus hijos.

El resto de la gente se apretaba a su alrededor, acompañándoles en aquellos indescriptibles momentos de dolor, despidiéndose de su amigo, recordándolo como fue en vida, apenas unas hora atrás, corriendo por la calle con aquella sonrisa que era capaz de insuflar vida por si sola, riendo, bailando, trabajando codo con codo con alguno de ellos. Hasta aquella fatídica noche, cuando la razón dejó paso a la locura.