miércoles, 4 de marzo de 2009

Reflexiones tras la muerte

Mírate, ahí tumbado, con el rostro tranquilo de aquel que nunca ha roto un plato, de aquel que nunca pronunció aquellas palabras que mis oídos anhelaban escuchar. Me llevaste a todos aquellos lugares, regalaste mis deseos con cientos de melosas palabras y con tu mirada parecías querer decirlo, pero nunca lo hiciste, ¿No te decidías? O en realidad ¿Es que nunca lo sentiste? Y yo mientras, me marchitaba en mi soledad, no sabía si creer en ti, o si por el contrario, me encontraba viajando en un océano de embustes y patrañas.

Recuerdo aquel día, paseando por la rivera del Sena, con la torre Eiffel en la distancia, iluminada con miles de diminutas bombillas, me cogiste de la mano, me miraste a los ojos y no fuiste capaz de decirlo, en ese momento vi la mentira reflejada en tu rostro, surcado por las arrugas de la culpabilidad, pero no quise creer, ni quitarme el velo que cubría el mío.

Volvías a casa cada noche con la mirada ausente, creíste poder ocultármelo, pero yo lo percibía desde el momento en que tu cuerpo traspasaba el umbral de nuestra casa, ¿nuestra?, de aquel lugar que yo siempre quise convertir en nuestro hogar. Aún recuerdo aquellos días, cuando tu mirada era sólo para mi, entonces creía que todo era posible, que con extender nuestros brazos, juntos los dos, podríamos llegar a rozar las estrellas y ni siquiera entonces tus labios fueron capaces de pronunciar esas dos palabras: Te amo.

Y ahora ya es demasiado tarde, pues los muertos no pueden hablar y los vivos que vivimos sin vivir no podemos escuchar.

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