lunes, 28 de noviembre de 2011

CUANDO LA RAZÓN DEJÓ PASO A LA LOCURA. CAPITULO 1

CAPITULO 1


Eran las 12 de la mañana, diluviaba, sin embargo, nadie corría a refugiarse bajo los frondosos árboles, el silencio, solo roto por las gotas de agua al golpear el embarrado suelo, hacía que la escena pareciese irreal. Tampoco se veían paraguas, apenas unos pocos desperdigados entre la multitud, toda ella vestida de tonos oscuros y apagados. De vez en cuando, un lamento, acompañado de pequeños susurros, rompía el silencio, pero nadie decía nada, nadie se movía de su sitio, no había palabras, ni siquiera el tiempo tenía ya sentido, mientras la caja iba descendiendo poco a poco, hacia la oscuridad eterna, que esperaba con los brazos abiertos. Las gotas de agua golpeaban la madera incesantemente, como si estuvieran despidiéndose, los amigos, los familiares lo hacían cada uno a su manera, en silencio, con la mente volando a épocas pasadas, a momentos memorables de su vida, cuando él todavía estaba con ellos.

Una chica yacía en el suelo, con sus rodillas rozando el borde del agujero por el que seguía bajando el ataúd, las manos, llenas de barro, parecían querer sujetarlo, detener su descenso, como si sólo con eso el pudiese estar otra vez a su lado, acariciándola, besándola,  abrazándola por las noches cuando se levantaba cubierta de fríos sudores tras una de sus horribles pesadillas. Los ojos, hinchados de tanto llorar, ausentes, apenas eran capaces de contemplar la escena que se desarrollaba delante de ellos. Movía los labios incesantemente, pero ningún sonido parecía salir de ellos, a veces, con un ligero movimiento de cabeza parecía como si asintiese, como si estuviese discutiendo con alguien, quizás fuese con él, recordando algún momento del pasado, o quizás, terminando una conversación que quedó incompleta, truncada por una navaja en mitad de la noche.

No lejos de ella, apenas a unos centímetros a su izquierda, una figura permanecía de pie, con el estoico rostro que le caracterizaba, pero sus ojos dejaban ver cuan devastador era el dolor que sentía en esos momentos. Estaba solo, el pelo, empapado, le cubría la frente, en su mano izquierda sujetaba un paraguas, pero estaba cerrado, los nudillos, blancos, denotaban la fuerza con la que lo agarraba, en la mano derecha un libro, pero no uno cualquiera, se lo había regalado su hermano, dedicado especialmente para él, era el primer libro que escribía, ni siquiera lo había publicado, y ahora el escritor ya no estaba, le había abandonado, ni siquiera pudo decirle cuanto había significado para él, ahora descansaría junto a su creador para siempre, acompañándole en su último viaje, guiándole cuando no supiese como continuar al igual que antes le había guiado a él.

Al otro lado de la chica un hombre y una mujer se abrazaban mutuamente, las gotas de lluvia se confundían con las lagrimas que caían de sus enrojecidos ojos, los tacones de ella, hundidos en el barro casi hasta llegar al cuero del zapato, dejaban ver el tiempo que llevaba sin moverse. Unos padres no deberían presenciar nunca el funeral de sus hijos.

El resto de la gente se apretaba a su alrededor, acompañándoles en aquellos indescriptibles momentos de dolor, despidiéndose de su amigo, recordándolo como fue en vida, apenas unas hora atrás, corriendo por la calle con aquella sonrisa que era capaz de insuflar vida por si sola, riendo, bailando, trabajando codo con codo con alguno de ellos. Hasta aquella fatídica noche, cuando la razón dejó paso a la locura.

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